En el barrio de San Cristóbal era cosa sabida: Flor, la gatita de tres colores, era una gatita muy de su casa.
—¡Nada de andar por ahí, callejeando! ¡Mirá que se va a enterar tu padre! —le repetía su mamá.
Pero no era necesario. Porque a Florecida, la calle... ni fu ni fa. Además ella a su papá no le tenía miedo. Entre otras cosas porque apenas si lo había visto una que otra vez. Sabía, eso sí, que su papá era un gato muy renombrado y muy valiente, que se había animado a entrar a la Casa el día que Florcita nació y que le había traído de regalo una lauchita a cuerda. "Vengo a ver a mi hija", dicen que dijo aquella noche, mientras asomaba su enorme cabezota amarilla por la puerta del patio.
Pero esa era historia pasada.
La cuestión es que Florcita a su papá no le tenía ni un poquito de miedo.
"Pero, por otra parte", pensaba Florcita, "¿para qué voy a ir a la calle? ¿En la Casa no tengo todos los días mi leche tibia? ¿No tengo mi almohadón peludo, justo al lado de la ventana? Y sobre todo, ¿en la Casa no la tengo a mi mamá? Sí señor: Todo lo que necesito en la vida lo tengo en la Casa".
Cacique era un gato callejero. El más bravo de todos los gatos bravos del mercado de Pichincha.
Por algo era Cacique, el Jefe.
Y aunque Cacique era blanco, y aunque jamás hablara de su vida privada, se sabía de buena fuente que era hijo del Viudo, un gato negro y pendenciero que había llegado del Parque de los Patricios.
Pero esa era historia pasada.
La cuestión es que Florcita a su papá no le tenía ni un poquito de miedo.
"Pero, por otra parte", pensaba Florcita, "¿para qué voy a ir a la calle? ¿En la Casa no tengo todos los días mi leche tibia? ¿No tengo mi almohadón peludo, justo al lado de la ventana? Y sobre todo, ¿en la Casa no la tengo a mi mamá? Sí señor: Todo lo que necesito en la vida lo tengo en la Casa".
Cacique era un gato callejero. El más bravo de todos los gatos bravos del mercado de Pichincha.
Por algo era Cacique, el Jefe.
Y aunque Cacique era blanco, y aunque jamás hablara de su vida privada, se sabía de buena fuente que era hijo del Viudo, un gato negro y pendenciero que había llegado del Parque de los Patricios.
—¡De tal palo, tal astilla! —decían las gatas cuando lo veían pasar a Cacique, rengo y magullado, después de alguna gresca.
Cacique comía salteado y ya ni se acordaba del gusto de la leche.
Pero eso a él lo tenía sin cuidado.
Porque Cacique no había nacido para la vida regalada.
El había nacido para el peligro y la aventura.
Y el peligro y la aventura sólo se encuentran en la calle.
Cacique comía salteado y ya ni se acordaba del gusto de la leche.
Pero eso a él lo tenía sin cuidado.
Porque Cacique no había nacido para la vida regalada.
El había nacido para el peligro y la aventura.
Y el peligro y la aventura sólo se encuentran en la calle.
Estaba escrito que, tarde o temprano, Cacique y Flor se conocerían. Porque a Cacique le gustaba recorrer, una y otra vez, las calles del barrio.
Y porque Florcita se pasaba las horas mirando por la ventana de la casa.
Fue un amor a primera vista, un verdadero flechazo.
Y porque Florcita se pasaba las horas mirando por la ventana de la casa.
Fue un amor a primera vista, un verdadero flechazo.
Florcita ya no se interesaba por su laucha a cuerda.
—¡Quiero ver una laucha de verdad! —le había gritado a su mamá, que la miró asustada.
Florcita ya no se conformaba con mirar la calle desde la ventana.
Y cada día tenía los ojos más verdes y más brillantes.
Es que, ya se sabe: el amor envalentona mucho a las gatitas de su casa.
Y cada día tenía los ojos más verdes y más brillantes.
Es que, ya se sabe: el amor envalentona mucho a las gatitas de su casa.
Ya no encontraba ninguna diversión en perseguir a los gatos del baldío.
Ya no le gustaba revolver los tachos de la basura.
Y varias veces, casi sin darse cuenta, había ronroneado mientras se restregaba contra las piernas de Don Victorio, el carnicero.
Los gatos del mercado Pichincha lo miraban de reojo a Cacique. Y hacían sus comentarios entre dientes.
Es que, ya se sabe: el amor les cambia el paso a los gatos callejeros.
Un día el mercado de Pichincha se conmovió con la noticia: esa misma noche, Sultán y su pandilla vendrían al barrio, a buscar pelea.
¡¡Sultán!! ¡¡El gran Sultán, el rey del Once!!
Un escalofrío recorrió el espinazo de todos los gatos del mercado.
De todos menos de Cacique, que últimamente siempre andaba como en otra cosa.
Los gatos del mercado se miraron muy preocupados. "¡Qué papelón!", se decían unos a otros. "Justo ahora que el Jefe anda más blandito que un flan".
"Qué van a decir, cuando se enteren, los gatos de Constitución... ¿Y los de la Boca?"
Cuando Sultán y su pandilla llegaron al mercado, todo el gaterío de San Cristóbal se acomodó para no perderse ni un detalle.
Es que, ya se sabe: el amor les cambia el paso a los gatos callejeros.
Un día el mercado de Pichincha se conmovió con la noticia: esa misma noche, Sultán y su pandilla vendrían al barrio, a buscar pelea.
¡¡Sultán!! ¡¡El gran Sultán, el rey del Once!!
Un escalofrío recorrió el espinazo de todos los gatos del mercado.
De todos menos de Cacique, que últimamente siempre andaba como en otra cosa.
Los gatos del mercado se miraron muy preocupados. "¡Qué papelón!", se decían unos a otros. "Justo ahora que el Jefe anda más blandito que un flan".
"Qué van a decir, cuando se enteren, los gatos de Constitución... ¿Y los de la Boca?"
Cuando Sultán y su pandilla llegaron al mercado, todo el gaterío de San Cristóbal se acomodó para no perderse ni un detalle.
Entonces Sultán, que era un gato bastante leído y con pretensiones de actor, alzó bien la voz, como para que todos lo oyeran, y recitó:
—¡Andan por ahí diciendo que en San Cristóbal hay uno con fama de guapo!
(Todos lo miraron, pero Cacique ni miau).
Y Sultán siguió adelante:
—¡Quiero encontrarlo para que me enseñe a mí, que soy un pobre gato del Once, lo que es un gato de coraje!
Cuando Cacique se dio cuenta de que todos lo miraban a él, como esperando algo, se quedó un rato sin saber qué hacer. Hasta que, de repente, pareció reaccionar y, acercándose a Sultán con la pata extendida, le dijo:
—¡Buenas noches, compañero! ¡Bienvenido al barrio!
Ante semejante recibimiento, el gran Sultán, muy sorprendido, preguntó con su voz de todos los días:
—¿Y a éste, que bicho le picó?
Los gatos de San Cristóbal se tapaban la cara de vergüenza, mientras que los gatos del Once, sin poder aguantar la risa, lo miraban a Cacique y le hacían morisquetas.
Pero uno de San Cristóbal, al que le decían el Tuerto, no soportó tanta humillación y quiso salir en defensa del barrio:
—¡Digan que el Cacique anda en amores, que si no, ya iban a ver lo que es bueno!
Para qué habrá hablado.
Los del Once rodaban por el suelo de la risa. Y uno de los que más se reía era el gran Sultán.
—¡Jua, jua, jua! ¡Así que éste era el famoso Cacique! ¡Jua, jua, jua! ¡Y todo por una gatita de mala muerte! ¡Si gatitas es lo que sobra en este mundo! ¡Díganmelo a mí, que tengo 34 hijas mujeres! ¡Jua, jua, jua!
Pero la risa se le cortó de repente.
Porque, abriéndose paso entre todos esos gatos peligrosísimos, despeinada y con los ojos más brillantes que nunca, avanzaba Flor, la gatita tan de su casa, que venía a rescatar a su Cacique de las garras del malvado gato del Once.
Sultán se erizó como si hubiera visto al Gato-Diablo. Pero después empezó a derretirse como un helado.
—¿A ver, papá! —se encrespó Florcita. Y los ojos, de la rabia, eran apenas dos rayitas verdes —¿Me podés aclarar qué tenés contra el Cacique, vos?
—¡Pero Florcita! ¡Mi hijita preferida!
¡Corazoncito de papá...!
Los gatos de San Cristóbal y los gatos del Once se miraron con desconsuelo.
—¡Es que ya no se puede creer en nada —se decían moviendo la cabeza. —¡Gatos, lo que se dice gatos eran los de antes!
Y enfilaron todos juntos para el lado de Barracas.
Cacique y Flor empezaron a caminar despacito. Iban muy juntos y con las colas bien amarradas.
Un poco atrás venía Sultán. ¡Quién sabe qué ideas le daban vueltas y vueltas en su enorme cabezota amarilla!
—¡Andan por ahí diciendo que en San Cristóbal hay uno con fama de guapo!
(Todos lo miraron, pero Cacique ni miau).
Y Sultán siguió adelante:
—¡Quiero encontrarlo para que me enseñe a mí, que soy un pobre gato del Once, lo que es un gato de coraje!
Cuando Cacique se dio cuenta de que todos lo miraban a él, como esperando algo, se quedó un rato sin saber qué hacer. Hasta que, de repente, pareció reaccionar y, acercándose a Sultán con la pata extendida, le dijo:
—¡Buenas noches, compañero! ¡Bienvenido al barrio!
Ante semejante recibimiento, el gran Sultán, muy sorprendido, preguntó con su voz de todos los días:
—¿Y a éste, que bicho le picó?
Los gatos de San Cristóbal se tapaban la cara de vergüenza, mientras que los gatos del Once, sin poder aguantar la risa, lo miraban a Cacique y le hacían morisquetas.
Pero uno de San Cristóbal, al que le decían el Tuerto, no soportó tanta humillación y quiso salir en defensa del barrio:
—¡Digan que el Cacique anda en amores, que si no, ya iban a ver lo que es bueno!
Para qué habrá hablado.
Los del Once rodaban por el suelo de la risa. Y uno de los que más se reía era el gran Sultán.
—¡Jua, jua, jua! ¡Así que éste era el famoso Cacique! ¡Jua, jua, jua! ¡Y todo por una gatita de mala muerte! ¡Si gatitas es lo que sobra en este mundo! ¡Díganmelo a mí, que tengo 34 hijas mujeres! ¡Jua, jua, jua!
Pero la risa se le cortó de repente.
Porque, abriéndose paso entre todos esos gatos peligrosísimos, despeinada y con los ojos más brillantes que nunca, avanzaba Flor, la gatita tan de su casa, que venía a rescatar a su Cacique de las garras del malvado gato del Once.
Sultán se erizó como si hubiera visto al Gato-Diablo. Pero después empezó a derretirse como un helado.
—¿A ver, papá! —se encrespó Florcita. Y los ojos, de la rabia, eran apenas dos rayitas verdes —¿Me podés aclarar qué tenés contra el Cacique, vos?
—¡Pero Florcita! ¡Mi hijita preferida!
¡Corazoncito de papá...!
Los gatos de San Cristóbal y los gatos del Once se miraron con desconsuelo.
—¡Es que ya no se puede creer en nada —se decían moviendo la cabeza. —¡Gatos, lo que se dice gatos eran los de antes!
Y enfilaron todos juntos para el lado de Barracas.
Cacique y Flor empezaron a caminar despacito. Iban muy juntos y con las colas bien amarradas.
Un poco atrás venía Sultán. ¡Quién sabe qué ideas le daban vueltas y vueltas en su enorme cabezota amarilla!
FIN
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