DON FRESQUETE.
de María Elena Walsh.
Compartimos la narración de este cuento tan conocido de nuestra queridísima María Elena Walsh. Especial para poder leer y escuchar en estos días de frío.
¡Que lo disfruten!
Había una vez un señor todo de nieve. Se llamaba Don Fresquete.
¿Este señor blanco había caído de la luna? –No.
¿Se había escapado de una heladería? –No, no, no.
Simplemente, lo habían fabricado los chicos, durante toda la tarde, poniendo bolita de nieve sobre bolita de nieve.
A las pocas horas, el montón de nieve se había convertido en Don Fresquete.
Y los chicos lo festejaron, bailando a su alrededor. Como hacían mucho escándalo, una abuela se asomó a la puerta para ver qué pasaba.
Y los chicos estaban cantando una canción que decía así:
“Se ha marchado Don Fresquete a volar en barrilete.”
Como todo el mundo sabe, los señores de nieve suelen quedarse quietitos en su lugar.
Como no tienen piernas, no saben caminar ni correr. Pero parece que Don Fresquete resultó ser un señor de nieve muy distinto.
Muy sinvergüenza, sí señor.
A la mañana siguiente, cuando los chicos se levantaron, corrieron a la ventana para decirle buenos días, pero... ¡Don Fresquete había desaparecido!
En el suelo, escrito con un dedo sobre la nieve, había un mensaje que decía:
“Se ha marchado Don Fresquete a volar en barrilete.”
Los chicos miraron hacia arriba y alcanzaron a ver, allá muy lejos, a Don Fresquete que volaba tan campante, prendido de la cola de un barrilete.
De repente parecía un ángel y de repente parecía una nube gorda.
¡Buen viaje, Don Fresquete!
¿Este señor blanco había caído de la luna? –No.
¿Se había escapado de una heladería? –No, no, no.
Simplemente, lo habían fabricado los chicos, durante toda la tarde, poniendo bolita de nieve sobre bolita de nieve.
A las pocas horas, el montón de nieve se había convertido en Don Fresquete.
Y los chicos lo festejaron, bailando a su alrededor. Como hacían mucho escándalo, una abuela se asomó a la puerta para ver qué pasaba.
Y los chicos estaban cantando una canción que decía así:
“Se ha marchado Don Fresquete a volar en barrilete.”
Como todo el mundo sabe, los señores de nieve suelen quedarse quietitos en su lugar.
Como no tienen piernas, no saben caminar ni correr. Pero parece que Don Fresquete resultó ser un señor de nieve muy distinto.
Muy sinvergüenza, sí señor.
A la mañana siguiente, cuando los chicos se levantaron, corrieron a la ventana para decirle buenos días, pero... ¡Don Fresquete había desaparecido!
En el suelo, escrito con un dedo sobre la nieve, había un mensaje que decía:
“Se ha marchado Don Fresquete a volar en barrilete.”
Los chicos miraron hacia arriba y alcanzaron a ver, allá muy lejos, a Don Fresquete que volaba tan campante, prendido de la cola de un barrilete.
De repente parecía un ángel y de repente parecía una nube gorda.
¡Buen viaje, Don Fresquete!
FIN
MIEDO.
de Graciela Cabal.
Hoy compartimos este cuento de Graciela Cabal, perfecto para cuando tenemos esos miedos que nos impiden hacer tantas cosas.
¡Espero que les guste tanto como a mi!
Había una vez un chico que tenía miedo.
Miedo a la oscuridad, porque en la oscuridad crecen los monstruos.
Miedo a los ruidos fuertes, porque los ruidos fuertes te hacen agujeros en las orejas.
Miedo a las personas altas, porque te aprietan para darte besos.
Miedo a las personas bajitas, porque te empujan para arrancarte los juguetes. Mucho miedo tenía ese chico.
Entonces, la mamá lo llevó al doctor. Y el doctor le recetó al chico un jarabe para no tener miedo (amargo era el jarabe).
Pero al papá le pareció que mejor que el jarabe era un buen reto:
—¡Basta de andar teniendo miedo, vos! —le dijo—. ¡Yo nunca tuve miedo cuando era chico!
Pero al tío le pareció que mejor que el jarabe y el reto era una linda burla:
—¡La nena tiene miedo, la nena tiene miedo!
El chico seguía teniendo miedo. Miedo a la oscuridad, a los ruidos fuertes, a las personas altas, a las personas bajitas. Y también a los jarabes amargos, a los retos y a las burlas.
Mucho miedo seguía teniendo ese chico.
Un día el chico fue a la plaza. Con miedo fue, para darle el gusto a la mamá.
Llena de personas bajitas estaba la plaza. Y de persona altas.
El chico se sentó en un banco, al lado de la mamá. Y fue ahí que vio a una persona bajita pero un poco alta que le estaba pegando a un perro con una rama. Blanco y negro era el perro. Con manchitas. Muy flaco y muy sucio estaba el perro.
Y al chico le agarró una cosa acá, en el medio del ombligo.
Y entonces se levantó del banco y se fue al lado del perro. Y se quedó parado, sin saber qué hacer. Muerto de miedo se quedó.
La persona alta pero un poco bajita lo miró al chico. Y después dijo algo y se fue. Y el chico volvió al banco. Y el perro lo siguió al chico. Y se sentó al lado.
—No es de nadie —dijo el chico— ¿Lo llevamos?
—No —dijo la mamá.
—Sí —dijo el chico—. Lo llevamos.
En la casa la mamá lo bañó al perro. Pero el perro tenía hambre. El chico le dio leche y un poco de polenta del mediodía. Pero el perro seguía teniendo hambre. Mucha hambre tenía ese perro.
Entonces el perro fue y se comió todos los monstruos que estaban en la oscuridad, y todos los ruidos fuertes que hacen agujeros en las orejas. Y como todavía tenía hambre también se comió el jarabe amargo del doctor, los retos del papá, las burlas del tío, los besos de las personas altas y los empujones de las personas bajitas. Con la panza bien rellena, el perro se fue a dormir. Debajo de la cama del chico se fue a dormir, por si quedaba algún monstruo.
Ahora el chico que tenía miedo no tiene más miedo. Tiene perro.
Miedo a la oscuridad, porque en la oscuridad crecen los monstruos.
Miedo a los ruidos fuertes, porque los ruidos fuertes te hacen agujeros en las orejas.
Miedo a las personas altas, porque te aprietan para darte besos.
Miedo a las personas bajitas, porque te empujan para arrancarte los juguetes. Mucho miedo tenía ese chico.
Entonces, la mamá lo llevó al doctor. Y el doctor le recetó al chico un jarabe para no tener miedo (amargo era el jarabe).
Pero al papá le pareció que mejor que el jarabe era un buen reto:
—¡Basta de andar teniendo miedo, vos! —le dijo—. ¡Yo nunca tuve miedo cuando era chico!
Pero al tío le pareció que mejor que el jarabe y el reto era una linda burla:
—¡La nena tiene miedo, la nena tiene miedo!
El chico seguía teniendo miedo. Miedo a la oscuridad, a los ruidos fuertes, a las personas altas, a las personas bajitas. Y también a los jarabes amargos, a los retos y a las burlas.
Mucho miedo seguía teniendo ese chico.
Un día el chico fue a la plaza. Con miedo fue, para darle el gusto a la mamá.
Llena de personas bajitas estaba la plaza. Y de persona altas.
El chico se sentó en un banco, al lado de la mamá. Y fue ahí que vio a una persona bajita pero un poco alta que le estaba pegando a un perro con una rama. Blanco y negro era el perro. Con manchitas. Muy flaco y muy sucio estaba el perro.
Y al chico le agarró una cosa acá, en el medio del ombligo.
Y entonces se levantó del banco y se fue al lado del perro. Y se quedó parado, sin saber qué hacer. Muerto de miedo se quedó.
La persona alta pero un poco bajita lo miró al chico. Y después dijo algo y se fue. Y el chico volvió al banco. Y el perro lo siguió al chico. Y se sentó al lado.
—No es de nadie —dijo el chico— ¿Lo llevamos?
—No —dijo la mamá.
—Sí —dijo el chico—. Lo llevamos.
En la casa la mamá lo bañó al perro. Pero el perro tenía hambre. El chico le dio leche y un poco de polenta del mediodía. Pero el perro seguía teniendo hambre. Mucha hambre tenía ese perro.
Entonces el perro fue y se comió todos los monstruos que estaban en la oscuridad, y todos los ruidos fuertes que hacen agujeros en las orejas. Y como todavía tenía hambre también se comió el jarabe amargo del doctor, los retos del papá, las burlas del tío, los besos de las personas altas y los empujones de las personas bajitas. Con la panza bien rellena, el perro se fue a dormir. Debajo de la cama del chico se fue a dormir, por si quedaba algún monstruo.
Ahora el chico que tenía miedo no tiene más miedo. Tiene perro.
FIN
Gatos eran los de antes
de Graciela Cabal
En el barrio de San Cristobal era cosa sabida: Flor, la gatita de tres colores, era una gatita muy de su casa
—¡Nada de andar por ahí, callejeando! ¡Mirá que se va a enterar tu padre! — le repetia su mamá
Pero no era necesario. Porque a Florecida, la calle... ni fu ni fa. Además ella a su papá no le tenía miedo. Entre otras cosas porque apenas si lo había visto una que otra vez. Sabía, eso sí, que su papá era un gato muy renombrado y muy valiente, que se había animado a entrar a la Casa el día que Florcita nació y que le había traído de regalo una lauchita a cuerda. "Vengo a ver a mi hija", dicen que dijo aquella noche, mientras asomaba su enorme cabezota amarilla por la puerta del patio.
Pero esa era historia pasada.
La cuestión es que Florcita a su papá no le tenía ni un poquito de miedo.
"Pero, por otra parte", pensaba Florcita, "¿para qué voy a ir a la calle? ¿En la Casa no tengo todos los días mi leche tibia? ¿No tengo mi almohadón peludo, justo al lado de la ventana? Y sobre todo, ¿en la Casa no la tengo a mi mamá? Sí señor: Todo lo que necesito en la vida lo tengo en la Casa".
Cacique era un gato callejero. El más bravo de todos los gatos bravos del mercado de Pichincha.
Por algo era Cacique, el Jefe.
Y aunque Cacique era blanco, y aunque jamás hablara de su vida privada, se sabía de buena fuente que era hijo del Viudo, un gato negro y pendenciero que había llegado del Parque de los Patricios.
—¡De tal palo, tal astilla! —decían las gatas cuando lo veían pasar a Cacique, rengo y magullado, después de alguna gresca.
Cacique comía salteado y ya ni se acordaba del gusto de la leche.
Pero eso a él lo tenía sin cuidado.
Porque Cacique no había nacido para la vida regalada.
El había nacido para el peligro y la aventura.
Y el peligro y la aventura sólo se encuentran en la calle.
Estaba escrito que, tarde o temprano, Cacique y Flor se conocerían. Porque a Cacique le gustaba recorrer, una y otra vez, las calles del barrio.
Y porque Florcita se pasaba las horas mirando por la ventana de la casa.
Fue un amor a primera vista, un verdadero flechazo.
Y los amores a primera vista –dicen– cambian mucho la vida de los gatos.
Florcita ya no se interesaba por su laucha a cuerda.
—¡Quiero ver una laucha de verdad! —le había gritado a su mamá, que la miró asustada.
Florcita ya no se conformaba con mirar la calle desde la ventana.
Y cada día tenía los ojos más verdes y más brillantes.
Es que, ya se sabe: el amor envalentona mucho a las gatitas de su casa.
Cacique también andaba con el paso cambiado.
Ya no encontraba ninguna diversión en perseguir a los gatos del baldío.
Ya no le gustaba revolver los tachos de la basura.
Y varias veces, casi sin darse cuenta, había ronroneado mientras se restregaba contra las piernas de Don Victorio, el carnicero.
Los gatos del mercado Pichincha lo miraban de reojo a Cacique. Y hacían sus comentarios entre dientes.
Es que, ya se sabe: el amor les cambia el paso a los gatos callejeros.
Un día el mercado de Pichincha se conmovió con la noticia: esa misma noche, Sultán y su pandilla vendrían al barrio, a buscar pelea.
¡¡Sultán!! ¡¡El gran Sultán, el rey del Once!!
Un escalofrío recorrió el espinazo de todos los gatos del mercado.
De todos menos de Cacique, que últimamente siempre andaba como en otra cosa.
Los gatos del mercado se miraron muy preocupados. "¡Qué papelón!", se decían unos a otros. "Justo ahora que el Jefe anda más blandito que un flan".
"Qué van a decir, cuando se enteren, los gatos de Constitución... ¿Y los de la Boca?"
Cuando Sultán y su pandilla llegaron al mercado, todo el gaterío de San Cristóbal se acomodó para no perderse ni un detalle.
Entonces Sultán, que era un gato bastante leído y con pretensiones de actor, alzó bien la voz, como para que todos lo oyeran, y recitó:
—¡Andan por ahí diciendo que en San Cristóbal hay uno con fama de guapo!
(Todos lo miraron, pero Cacique ni miau).
Y Sultán siguió adelante:
—¡Quiero encontrarlo para que me enseñe a mí, que soy un pobre gato del Once, lo que es un gato de coraje!
Cuando Cacique se dio cuenta de que todos lo miraban a él, como esperando algo, se quedó un rato sin saber qué hacer. Hasta que, de repente, pareció reaccionar y, acercándose a Sultán con la pata extendida, le dijo:
—¡Buenas noches, compañero! ¡Bienvenido al barrio!
Ante semejante recibimiento, el gran Sultán, muy sorprendido, preguntó con su voz de todos los días:
—¿Y a éste, que bicho le picó?
Los gatos de San Cristóbal se tapaban la cara de vergüenza, mientras que los gatos del Once, sin poder aguantar la risa, lo miraban a Cacique y le hacían morisquetas.
Pero uno de San Cristóbal, al que le decían el Tuerto, no soportó tanta humillación y quiso salir en defensa del barrio:
—¡Digan que el Cacique anda en amores, que si no, ya iban a ver lo que es bueno!
Para qué habrá hablado.
Los del Once rodaban por el suelo de la risa. Y uno de los que más se reía era el gran Sultán.
—¡Jua, jua, jua! ¡Así que éste era el famoso Cacique! ¡Jua, jua, jua! ¡Y todo por una gatita de mala muerte! ¡Si gatitas es lo que sobra en este mundo! ¡Díganmelo a mí, que tengo 34 hijas mujeres! ¡Jua, jua, jua!
Pero la risa se le cortó de repente.
Porque, abriéndose paso entre todos esos gatos peligrosísimos, despeinada y con los ojos más brillantes que nunca, avanzaba Flor, la gatita tan de su casa, que venía a rescatar a su Cacique de las garras del malvado gato del Once.
Sultán se erizó como si hubiera visto al Gato-Diablo. Pero después empezó a derretirse como un helado.
—¿A ver, papá! —se encrespó Florcita. Y los ojos, de la rabia, eran apenas dos rayitas verdes —¿Me podés aclarar qué tenés contra el Cacique, vos?
—¡Pero Florcita! ¡Mi hijita preferida!
¡Corazoncito de papá...!
Los gatos de San Cristóbal y los gatos del Once se miraron con desconsuelo.
—¡Es que ya no se puede creer en nada —se decían moviendo la cabeza. —¡Gatos, lo que se dice gatos eran los de antes!
Y enfilaron todos juntos para el lado de Barracas.
Cacique y Flor empezaron a caminar despacito. Iban muy juntos y con las colas bien amarradas.
Un poco atrás venía Sultán. ¡Quién sabe qué ideas le daban vueltas y vueltas en su enorme cabezota amarilla!
FIN
FEDERICO Y EL MAR
de Graciela Montes.
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